Comentario
Sin embargo, el proceso de transformación de la mayoría de las ciudades españolas del siglo XVI no obedece a una planificación de carácter ideal, tal y como se plantea en los tratados y escritos de arquitectura. La mayor parte de éstas responden a un proceso de regularización de los conjuntos medievales, y en situaciones óptimas, a la planificación de un ensanche regular para atender las demandas originadas por sus nuevas funciones. El caso de Alcalá de Henares es un buen ejemplo de esto, máxime si consideramos que la disposición de su núcleo histórico es anterior al período carolino. La fundación por Cisneros de su Universidad constituyó el mejor factor de transformación de su parcelario y estructura urbana. No sólo hubo de acondicionar la ciudad medieval para los nuevos usos docentes, reorganizando su centro y transformando sensiblemente alguno de sus barrios tradicionales, sino que se tuvo que crear todo un sector académico en el este de la ciudad, configurando, en conjunto, un modelo de ciudad cuya estructura y funciones permanecieron inalterables hasta mediados del siglo XIX. Si a pesar de su regularidad la disposición del conjunto universitario, creado de nueva planta, no respondía a los principios urbanísticos de la tratadística moderna, sí fueron notablemente renovadores los medios utilizados para definir y controlar el proceso, tanto desde el punto de vista financiero como desde la perspectiva de la apropiación de bienes inmobiliarios y de la ordenación de volúmenes, alineaciones y tipos constructivos contemplados en la planificación del barrio académico.
Otros proyectos del reinado de Carlos I respondieron a criterios urbanísticos más avanzados, como los manejados por Alonso de Covarrubias cuando diseñó, entre 1553 y 1558, una gran plaza cuadrada y una amplia avenida que, formada por elementos modulares del mismo tipo, habría de unir la Puerta Nueva de Bisagra y el Hospital de Afuera en Toledo, anticipándose a otros proyectos parciales que, como la Plaza Mayor de Valladolid (1561), se materializaron en el reinado de Felipe II. Estas reformas sectoriales abarcaron un amplio conjunto de intervenciones que comprendían desde soluciones más audaces como las descritas; hasta intervenciones puntuales en la alineación de calles y aquellas dirigidas a despejar los espacios comunes. Un interesante ejemplo de estas actividades se materializó en la reconstrucción del centro comercial de Medina del Campo, después del incendio de 1520, mediante el ordenamiento de dos crujías ortogonales y el alineamiento de sus delanteras, con amplios soportales y dos pisos, de acuerdo a una planificación relativamente uniforme. Si esta intervención, como la reconstrucción de la Plaza Mayor de Valladolid o la de Zocodover en Toledo, se justificaron por respectivos incendios, la planificación de la Alameda de Hércules de Sevilla (h. 1550) responde a otras consideraciones muy diferentes. Concebida como lugar de esparcimiento de la Sevilla del Renacimiento, la Alameda se articula como un espacio natural de disposición regular, en el que mediante una serie de recursos de carácter ornamental -columnas de Hércules y fuentes con temas marinos, hoy desaparecidas- se remite al paseante a los orígenes míticos de la ciudad.
No siempre estos ensanches y ampliaciones sectoriales de la ciudad respondieron a una planificación racional. Tanto si se trata de construcciones suburbanas de carácter residencial, como los edificios señoriales de la Vega de Burgos o la Huerta de Valencia, como de arrabales marginales, como los de Triana en Sevilla o el Albaicín en Granada, estamos ante la manifestación de un crecimiento espontáneo e incontrolado, que sólo tienen en común, en todos los casos, soslayar arbitrariamente las disposiciones reales sobre la prohibición de construir fuera de las cercas amuralladas de la ciudad. Hemos de admitir incluso que el método racional utilizado en la remodelación de los centros históricos con la articulación de espacios regulares y la aplicación de tipos constructivos uniformes, no fue el procedimiento usual utilizado mayoritariamente en nuestras ciudades. Por el contrario, fue la convergencia de edificios públicos y privados, casi siempre modernos, los que llegaron a configurar unos nuevos espacios urbanos, como los que se generaron en torno a la Catedral de Salamanca, al Ayuntamiento de Sevilla o a la Aduana de Málaga, aunque en otros casos, como en las plazas de la Audiencia de Sevilla o la de San Diego de Alcalá de Henares, dependieron de intervenciones posteriores a la fecha de construcción de estos nuevos edificios.
Como toda época de cambios, esta actividad urbanística comportó el ensayo y desarrollo de nuevas tipologías de carácter civil, principalmente las patrocinadas por los sectores señoriales de la ciudad y las financiadas por los respectivos ayuntamientos.
Ya hemos aludido al destacado papel que las corporaciones municipales tuvieron en la mejora de la red de abastecimiento de agua, que además de entenderse como un servicio público originó la construcción de una serie de arcas, pilares y fuentes que contribuyeron al engrandecimiento de los espacios urbanos. Los pilares, situados a las puertas de la ciudad o junto a los edificios municipales, estaban adosados a un muro y solían estar decorados con motivos heráldicos e inscripciones. El más importante de este período es el de Carlos V en la Alhambra de Granada, diseñado por Machuca, aunque también otras ciudades acudieron a otros grandes arquitectos para encargar sus diseños, como el del Toro de Granada encargado a Silóe en 1550, o el de la Plaza de San Francisco, trazado en 1528 por Diego de Riaño. En el caso de fuentes como la que tenía la Plaza Mayor de Cuenca o la de Santa María de Baeza -diafragma entre la catedral y el palacio obispal- no sólo importaba su diseño, sino que por su emplazamiento asumían una función correctora del espacio donde se situaban.
Otro empeño prioritario de los ayuntamientos fue la conservación de las cercas medievales y la renovación de sus puertas, que en casos como el de la Puerta de Santa María en Burgos (1535) o la Nueva de Bisagra de Toledo se convierten en símbolos representativos del poder real. También fue preferente para los consistorios la construcción de equipamientos cívicos, comenzando por las propias casas consistoriales. Estos modernos edificios destinados a atender las necesidades generadas por la política municipal, por su carácter funcional y representativo, solían abrir sus fachadas al espacio urbano mediante pórticos y galerías de acuerdo a diferentes modelos como los que presentan el Ayuntamiento de Ciudad Rodrigo, las Casas Consistoriales de Ubeda o el edificio municipal de San Clemente en la provincia de Cuenca. Otros escasamente abiertos, como el de Alcañiz, Sevilla o Alcaraz, se prolongaban en una galería porticada a modo de lonja, y sólo algunos de ellos, como el de Tarazona o Jerez de la Frontera, utilizaron sus fachadas para situar una decoración en la que se aludía a las glorias ciudadanas y al pasado mítico de la ciudad. La mayoría de estas casas consistoriales contaban entre sus estancias con calabozos, aunque en algunas poblaciones como Baeza, Granada o Sevilla se construyeron cárceles de nueva planta. Pero si en la de Baeza con sus serlianas, emblemas y motivos ornamentales el edificio adquiere un marcado carácter representativo, en la de Granada, anexa a la Chancillería, su distribución y aspecto desornamentado obedecen básicamente a su estricto carácter funcional.
También tuvieron que renovarse otros equipamientos municipales -alhóndigas, pósitos, lonjas y edificios comerciales- o construirse de nueva planta, como las Carnicerías de Medina del Campo o la Lonja de Zaragoza. De forma similar, y a excepción de los Hospitales Reales y el de Tavera de Toledo, la mayoría de los edificios sanitarios tuvieron que transformarse para adecuar sus viejas estructuras a las nuevas obligaciones asistenciales, como ocurrió con el Hospital del Rey de Burgos, el Hospital General de Valencia o el San Lázaro de Sevilla.